ADIÓS, RAFAEL

¿En qué estoy pensando? me preguntan. Pienso en este señor, en Rafael. Un personaje, como casi todos los escritores, supongo.

Un grupo de personas no muy numeroso compartimos un aula de ilusiones con él. Nos quejamos casi a diario de esas clases, de lo que esperábamos y lo que recibíamos (o creíamos no recibir). Se nos iba la vida (me pregunto si no estaríamos dándola) buscando la dignidad de las palabras, el puesto que se merecen y nos parecía una ofensa el mero hecho de pensar que no se tomasen en serio.

Con Rafael se nos pasó el tiempo entre centones, lipogramas y anécdotas que parecían parodias de su propia vida. Igual hablaba de su amigo Arturo (Pérez Reverte) que de la "historia de aquel toro". Quería jugar y nos contaba sus juegos. Nunca tuve muy claro qué había de verdad y qué estaba construido en esas palabras, chistes, historias. Eso es hacer literatura, imagino.

Es cierto, nos quejábamos. Pero también recuerdo que nos reímos mucho, lo cual, hoy en día, es ya un gran logro. Nos quejamos todos o casi todos y, sin embargo, hoy encuentro un comentario, una reseña o una simple noticia compartida de cada uno de esos que entre tostadas y cafés discutíamos sobre su persona.

Mis respetos y mi recuerdo. De todo se aprende. Cuando escribí la valoración personal en el trabajo que tuvimos que entregarle al final del módulo de poesía que impartía, le confesé que me iba con un sabor agridulce. Que me movía entre la decepción y la admiración.

Hoy, releyendo los ejercicios que hicimos veo que fui capaz de hacer muchas cosas. Quizás la rabia era una especie de despecho. Yo compartía mi creación (a la que él me movía) y después no recibía una respuesta, ni buena ni mala. La quería. La necesitaba. Intuía a un maestro detrás de esos pantalones por debajo de una barriga demasiado grande y un manojo que podía contener las llaves de Sevilla entera colgando de su cinturón y yo, quería su respuesta.


De él aprendí, después de todo, que escribir no siempre es el suplicio de los escritores malditos. Que un escritor con cierta reputación puede llegar a clase y confundírsele con el conserje y que, como todo en esta vida, la literatura tiene también su parte socarrona. Me quedo con los juegos a los que en este mundillo me enseñó a jugar, con el reto que me supusieron y con su simple estar en algo que para mí era, de por sí, una ilusión. Por eso el recuerdo que permanece, pese a todo, siempre es positivo. Y por eso, imagino, no puedo dejar de pensar en él desde que he leído la noticia.

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