EL TALLER DE GUITARRAS



 Toda ciudad lo es únicamente porque está compuesta de pequeños escondites donde la vida puede ser ella misma. En algunos, la gente puede beber sin fingir. En otros, uno puede maldecir toda existencia. Hay lugares en los que se besan quienes lo tienen prohibido e incluso algunos en los que se matan sueños e ilusiones. Pero sin duda, las venas de la urbe no bombearían a diario sin todos aquellos lugares olvidados en los que pulmones olvidados respiran.
A quién le importa un barrio de calles manchadas de historias pasadas de moda, con casas viejas llenas de azulejos que ya no pueden ser reemplazados. Y quién iba a sentir el más mínimo interés por el taller donde Manuel fabrica guitarras que ya no se tocan.
Cada mañana, cada tarde, cada noche, Manuel mira las paredes envueltas de recortes de periódicos desaparecidos y arrastra los pies entre los montones de serrín escapados de la madera que ha acariciado durante horas, durante semanas, durante años. Aquel serrín y aquellos trozos sobrantes encuentran, en el taller, su única existencia. Lo mismo le ocurre a él.
Hubo una época en la que la gente compraba guitarras como las que él fabrica. Venían y se dejaban seducir por la más atractiva. Ellas coqueteaban con unos y otros, se dejaban acariciar y, las más atrevidas, abandonaban el taller en brazos, la mayoría de las veces, de hombres ansiosos por fundirse con ellas. La mayoría de las veces también, los hombres venían solos al taller de Manuel. Algunos tomaban las guitarras como los adúlteros toman los cuerpos desnudos de sus amantes, con un placer silencioso, entregados por completo a la tentación, presos de unas curvas con las que no comparten la cama. Manuel fabricaba sus guitarras como quien modela cuerpos de mujer. Tal vez por eso, pensaba, sólo atraían a los hombres.
Manuel se negaba pero lo jubilaron hace años. Por eso, a modo de rebelión, mantiene abierto el taller. Es un taller pequeño, los restos de lo que fue un negocio en condiciones con el que alimentar cinco bocas. Ahora queda menos. En la fachada que da a la calle se superponen mensajes contra el gobierno, contra un equipo de fútbol y contra él mismo. Al otro lado de la pared opuesta, hay plantas ocupando el patio de su propia casa y, de vez en cuando, un gato que encontró allí su hogar.
Las vecinas que inauguraron el barrio lo saludan cuando pasan por delante del taller camino del mercado. Hay veces en las que por la puerta se asoma la cabeza de algún niño curioso del que segundos después tira alguna madre. Y cuando llueve, perros y turistas se refugian sin preguntar. Para él, ambos suenan a ladridos escandalosos.
A Manuel suele vérsele allí dentro, iluminado por las luces que se cuelan por la ventana del patio trasero y el pequeño ventanuco que da a la fachada. Le gustan sus pantalones de pana grises, gastados por el trasero y por el lugar en el que apoya las guitarras cuando las frota con la lija o cuando, no pudiendo escapar a ninguna otra parte, se pierde entre los acordes inconclusos de esas guitarras mutiladas. No tiene espejos en casa, por eso, la imagen que conserva de sí mismo es una mezcla del hombre apuesto que fue y el anciano que borroso se refleja en el cristal sucio de las ventanas. Manuel piensa que todavía debe quedar alguien en el mundo que sienta cariño por su pequeño taller.



Elsa viaja a menudo y tiene la extraña manía de traer de cada viaje algo que para todos los demás suele parecer basura. Así, tiene un trocito de azulejo rojo rescatado de un parque de Barcelona. Un frasquito minúsculo en el que se lee "aire de Loja". Un papel con un montoncito de arena de la plaza de toros de Ronda. Engruesan su colección, entre otros recuerdos, unos pétalos de azahar ya marchitos, el corcho de una botella partido por la mitad, un lazo rojo y lo que parece una fina rebanada de madera. Ésta última recogida de un pequeño taller en el que entró por casualidad mientras paseaba por uno de esos barrios que no aparecen en las guías de las ciudades que uno visita pero que dan la verdadera esencia de la tierra. Allí se afanaba un señor en dar forma a lo que se suponía, acabaría siendo una guitarra. Elsa pidió permiso para tomar unas fotos, el hombre levantó la cabeza, asintió y siguió a lo suyo. Nadie entró en aquel taller en los casi cuarenta minutos que estuvo enfocando a aquel artesano. Tampoco él cambió de postura ni de ocupación pero Elsa tomó casi doscientas fotografías. Se movía con miedo a pisar más fuerte de lo que debiera y romper el encanto de la estampa en la que se había colado. Cuando dio las gracias al señor éste sonrió y ella, antes de salir, se agachó y cogió un trozo de madera como si estuviera robándolo. Se sentó en un banco unos cien metros más adelante y esperó hasta darse cuenta de que llevaba un buen rato sintiendo frío. Tampoco nada pareció moverse entonces en aquel rincón. Le dio por pensar en el hombre, en las guitarras y en las personas que habrían pasado por delante de aquella puertecita en los últimos cincuenta años. Se acordó de su abuelo, del pueblo y de los veranos que pasaba allí. Pensaba en el señor de las guitarras e imaginaba a su abuelo sentado con él en una taberna riéndose de los recuerdos que habían querido guardar de la guerra. Se los imaginó abrazados recordando también los que querían olvidar. Vio al anciano dando forma a la guitarra que había en el trastero del pueblo, con la que su abuelo había pasado una noche cantando a la que iba a ser su abuela antes de que la que de verdad lo fue se cruzara delante de él. Al parecer, su abuela le trastocó todos los planes. Lo volvió loco cuando lo conoció y volvió a hacerlo cuando murió. Después de eso él duró muy poco, suponía Elsa que porque ya nada tenía sentido para él. Sus hijos ya estaban criados, había conocido a sus nietos y, sobre todo, había sido muy feliz con su mujer. Después de eso, para él, nada tuvo sentido.
Antes de recordar demasiado, Elsa decidió levantarse y caminar. Lo que más le gusta de viajar sola es poder perderse por ciudades que no conoce y aparecer donde la casualidad la vaya llevando. De esos paseos sacó algunas de las fotografías que a mejor precio ha vendido. En casi todas ellas aparecen detalles que podrían pertenecer a cualquier sitio.
Del paseo que dio hasta el hotel surgió su amistad con Carlos. Ahora se ven poco pero considera que es de esas personas que simplemente forman parte de la vida de uno. No se plantea si se ven lo suficiente, si pierden o ganan confianza o si el uno se acuerda y preocupa del otro. Ambos saben que existen y, cuando se ven, ese encuentro pasa a ser lo único. El resto les da igual. No necesitan darse explicaciones ni ponerse al día. Son ellos y están juntos, donde sea, cuando sea, poco importa. Tal vez por ese motivo, esa fina lámina de madera abonbada forma parte de su colección de basura.



El jefe de Alfonso ha decido convertir su bar en uno de esos bares modernos en los que parece que hay hueco para todo menos para las tapas y las cervezas. Las mesas han sido desplazadas al almacén y las sillas se han transformado en taburetes, eso sí, cada uno de un color y una forma diferente, algunos sacados de los trasteros de amigos y familiares. Eso es lo que se lleva ahora, dice el jefe, eso es lo que marca la diferencia. Se habían deshecho, incluso, del unicornio en el que los niños se montaban, a veces, hasta sin echar la moneda que lo activaba. Ya no se cantan las medias raciones de calamares, adobo o puntillitas. Ahora cantan grupos poco conocidos que hacen una música muy personal que no busca vender. Alfonso pasó horas descolgando los póster descoloridos que a alguien se le ocurrió en su día enmarcar, los carteles con los precios de los helados y la pizarra donde apuntaban los platos de cada día. Ahora han pintado las paredes y una de ellas hace de pizarra en la que anotar las comandas junto con la cita de algún escritor o ingenioso caballero. La última semana de cada mes toca exponer la colección de algún artistilla poco conocido. Eso sí, el bar se les llena de gente. Ocurre lo mismo los martes, cuando proyectan películas en versión original y los viernes cuando representan mini piezas teatrales. Los miércoles de poesía, sin embargo, parece que aún no triunfan demasiado. En el fondo, Alfonso se siente contento con el cambio aunque echa de menos hablar de vez en cuando de los resultados del partido de fútbol del día anterior con los que se sientan en la barra.
La última exposición de fotografía no la entendía demasiado bien aunque esa misma sensación le embargaba a menudo con las obras que exponían. Los días en los que le toca cerrar el bar son los que más le gustan ahora. Antes odiaba aquellas paredes, las cáscaras de pipas o altramuces en el suelo y las servilletas hechas bolitas y repartidas por todas partes. Ahora, es ése el momento en el que aprovecha para mirar, sin vergüenza, las fotografías que no entiende, con las que personas a las que no conoce de nada han querido guardar para siempre una parte del mundo que han vivido. Ha visto rostros que nunca hubiera imaginado, otros en los que no ha podido dejar de pensar durante días porque le parecían demasiado familiares o porque le inquietaban. Ha visitado en el bar ciudades que jamás visitará fuera de allí. Ha visto a gente hacer cosas que no sabía que se siguieran haciendo y ha conocido detalles del cuerpo que normalmente se ocultan. Y se ha enamorado. Él, que lo único que busca es pasarlo bien, que no quiere compromisos y que no cree en ninguna de las historias de las que la gente a su alrededor quiere vivir. Se ha enamorado de la chica que cree que hay detrás de una firma y una fotografía. Es un detalle que tal vez haya pasado desapercibido para la humanidad entera, pero él, que nunca antes se había parado a pensar en ese tipo de cosas, se siente ahora atraído sin saber cómo evitarlo. Unas manos arrugadas y llenas de venas muy finas que probablemente se rompiesen minutos después de tomar la foto, dando forma a algo de madera que está fotografiado demasiado cerca como para saber qué es. Sólo hay una fotografía de la autora pero él, por esa foto en la que solo sale lo que ella veía en ese momento, quiere conocerla.



Alicia lleva cuatro años cuidando de su madre enferma. Cuando todo comenzó estaba segura de que quería hacerlo. No podía pensar en ver a su madre, cada día más cerca de dejarla para siempre, en un sitio que no fuera su casa. Ella que tanto había hecho por ellos y por sacarlos adelante. Ella que la acogió cuando acabó con Marcial. Ella que cuando la operaron pasó las horas sentada en una butaca junto a su cama del hospital. Hace cuatro años lo tenía claro, pasase lo que pasase su madre debería estar con ella y no olvidada casi a diario por quienes tienen que repartir demasiadas pastillas, hacer demasiadas camas y recordar demasiados nombres como para acordarse precisamente del de su madre que, incluso cuando estaba sana, era uraña y poco amigable. Eso, precisamente eso, cambió al principio. Quizás cuando empezó a perder la cabeza perdió también la vergüenza y los prejuicios. Los primeros días después de aceptar que ya nunca sería la que había sido, a Alicia le parecía graciosa. Olvidaba algunas cosas o mezclaba historias pero lo hacía con la inocencia que lo hacen los niños, lo que acaba convirtiendo las suyas en historias extraordinarias. Dejó de reírse tanto cuando en esas historias la metía a ella y cuando, sin entender qué pasaba, se ponía nerviosa y violenta. Con los meses dejaron de dormir bien. Primero su madre y después ella. Alicia decidió pedir una excedencia en el trabajo y dedicarse a su madre en cuerpo y alma. Ella siempre luchó por mí, se repetía, pero cada día le costaba más convencerse de ello. Necesitaba una excusa para poder respirar.
Alicia pasaba las horas en la misma sala en la que de niña había jugado a los pies de su madre mientras ésta leía. A veces, preguntaba a su madre por las historias que contenían los libros que leía durante horas y su madre, como podía, convertía esas historias en cuentos para ella. Entonces no lo sabía pero ahora leía esos mismos libros mientras su madre deliraba junto a ella. Ahora era Alicia la que trataba de traer a su memoria esos cuentos. Llegó incluso a poner en la cama que habían montado en la sala, algunos de los juguetes que había descubierto aún guardados en el baúl que le perteneció siendo niña. Le habían dicho que era bueno traerle recuerdos que pudieran dar alguna señal a su cerebro. Le contó un cuento usando la marioneta que le había regalado su padre. Se sentó y le enseñó, una a una, todas las fotografías que guardaban en la caja de hojalata que siempre había estado allí. Intentó recordar cada lugar, cada anécdota, cada persona de las que aparecían fotografiadas. Pero su madre siempre miraba de la misma manera. Cuando dejó de hablar, le ponía cosas delante y cuando parecía que las observaba, Alicia las movía para ver si sus ojos seguían lo que tenía entre sus manos. Tan sólo a veces lo hacían.
Una noche, de repente, se sintió totalmente abandonada. Tenía su pareja. Tenía sus amigos. Tenía incluso a su madre. Pero en ese edificio de baldosas que bailaban al pisarlas, Alicia sentía que el mundo entero seguiría exactamente del mismo modo si ellas dos dejasen de existir en ese momento. Necesitaba sentirse especial. Necesitaba de alguien que también cuidase de ella. Se levantó del sillón en el que ya se dibujaba su figura y se puso a rebuscar en todos los cajones. No sabía muy bien qué buscaba pero tenía la esperanza de encontrar algo. De los primeros salieron medias y calcetines desemparejados. En otros, había revistas viejas a las que faltaban páginas, en las que aparecía la programación de cinco o seis canales entre los que elegir. En el altillo del armario encontró una maleta con ropita de bebé, probablemente suya. En la mesilla del dormitorio, un transistor, un monedero que llevaba años sin usarse, el DNI de su padre, con una foto en blanco y negro, unas agujas de ganchillo, una madeja de lana casi acabada y algunas piezas de bisutería barata. En la cómoda, además de sábanas y toallas, encontró una cajita llena de muñecas de papel de esas que solían comprarle los domingos cuando iban a comer al bar del unicornio azul. El ritual era siempre el mismo, salían a dar un paseo, hacían una parada en el kiosco donde su padre se compraba el periódico y a ella, los recortables de la semana y acababan sentados en el bar durante horas... El dueño le dejaba una mesa para ella sola y allí, podía pasarse la vida entera vistiendo y desvistiendo a sus muñecas de papel. No sabía que su madre guardase aquello. Decidió entonces sacarlas de la caja y vestirlas delante de ella. Tal vez le trajesen el olor de aquellos domingos en los que todo marchaba bien.


El viejo barrio siempre dibuja en su mente recuerdos encontrados. Cuando vivía allí se sentía pequeño y deseaba escapar, ir a otros lugares. Tener que compartir la habitación con 3 hermanos más le robaba su intimidad. Hacía años que Daniel se había mudado al centro pero últimamente pasaba casi a diario por la casa donde se crió. No sabía muy bien si contagiado por la mujer con la que salía desde hacía meses. Llevaban unas semanas sin poder verse demasiado. Ella pasaba casi las 24 horas del día cuidando de su madre enferma. Sabía que en poco tiempo no podría ni siquiera quejarse de la carga que suponía y entonces lo echaría de menos. Eso le hizo a él pensar en su padre. Llevaban demasiado tiempo sin hablarse. Ahora, que ya era una persona adulta, se preguntaba si no habría exagerado las cosas. Su barrio, las calles que le robaban y le devolvían los balones, sus vecinos, las señoras que lo mimaban por ser el menor de todos los niños que jugaban juntos, todo le traía una y otra vez a aquel banco desde el que podía ver la puerta del que fuera el taller de su padre. Posiblemente, él se había equivocado pero Manuel, el Manué, tampoco había sido el mejor de los padres. Cuando era niño, a Daniel le encantaba pasar las horas en el taller y ver cómo su padre daba forma a todas aquellas guitarras. Primero las pensaba, después las modelaba. En algunas ocasiones le dejaba pintarlas con él y, al final, las hacía sonar. A veces, mientras Manuel trabajaba, Daniel lo observaba escondido debajo de la mesa del taller, sin que su padre supiera siquiera que estaba allí.
Por el taller pasaban muchos hombres. Se quedaban maravillados con las guitarras de Manuel. Él daba vida a cada una de ellas con la misma fuerza y a la vez delicadeza con la que Daniel imaginaba a Dios creando el universo. Viendo trabajar a Manuel en su taller, él aprendió muchos de los detalles de cómo funciona este mundo. Descubrió incluso, que los hombres también lloraban cuando dejaban de ser niños. Para Daniel, el taller siempre fue el mejor de los escondites y el lugar en el que su padre y él eran cómplices de cualquier secreto. El taller era ese rincón que cada persona posee en el que nada ni nadie puede atormentarle. Era el lugar en el que construía el futuro que quería. En el que iba guardando los fragmentos que del presente quería recordar y los colgaba en las paredes en forma de recortes de periódicos. Tal vez por eso, porque se convirtió en un santuario profanado, no ha vuelto a pisarlo.
El taller atraía, en su mayoría, a hombres. Quizás fuese por esa forma que Manuel tenía de engendrar a sus guitarras o tal vez, por el olor a acordes y madera que, para muchos de esos hombres, también ése era su pequeño escondite. Pero en una ocasión, fue la voz de una mujer la que escuchó. Él no debía estar allí. Él mismo se sabía demasiado mayor para seguir escondiéndose debajo de una mesa llena de herramientas. Y lo escuchó. Escuchó a Manuel. Y escuchó también a una mujer. No se atrevió a mirarla a la cara pero sí que vio su ropa en el suelo. Tampoco Manuel se atrevió a mirarlo a él cuando salió.
Daniel se pregunta ahora, sentado en un banco, a unos metros del taller de su padre, si no habrá pasado ya demasiado tiempo. Probablemente a nadie le importe un barrio de calles manchadas de historias pasadas de moda, con casas viejas llenas de azulejos que ya no pueden ser reemplazados. Y quién iba a sentir el más mínimo interés por el taller donde Manuel fabrica guitarras que ya no se tocan sino él, que espera no encontrar un día la puerta cerrada sin haberse atrevido a volver.

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