MUERTE
Una puerta cerrada. Un cuerpo por reanimar. Mujeres. Mujeres con
lágrimas dispuestas a llorar al difunto. Mujeres preparadas casi
desde el principio de los tiempos para acercar cuerpos inertes a sus
pechos y embalsamarlos con esas lágrimas. Casi siempre son mujeres.
Los médicos mantienen su actividad en una tragedia de la que los
espectadores, amontonados en el pasillo, ya conocen el final. Y ella,
mujer, se mantiene expectante como si la obra fuese nueva. Como si en
uno de sus intentos, el corazón hecho ya añicos, fuese a despertar.
Mujeres que ya antes han llorado. Lloraron de niñas cuando sus
lágrimas no eran tomadas en serio y lloran ahora cuando son ellas
las que mantienen el mundo girando entre sus manos, las que lo
impulsan con cada aliento.
La puerta se abre. La función termina. Ahora sí pueden llorar sin
ser tratadas como unas histéricas. Ahora sí inundan aquellas
paredes mientras en sus cabezas idean ya la forma de seguir adelante,
de luchar por los suyos. Ellos, en cambio, van deshaciéndose poco a
poco, tratando de evitar que nadie lo note. Es en ese instante,
mientras ellas levantan la cabeza, cuando ellos intentan hacerse
invisibles.
El doctor sale, se acerca a la familia. Se dirige a la madre. No, a
la otra madre. Certifica la noticia. Los ojos de todos se encuentran
al tiempo que tratan de esquivarse. Se hace el silencio. El trabajo
continúa para todos los que abandonan la habitación. Comienza el
vía crucis de papeles, firmas, vistos buenos y horas de espera. La
muerte llega rápida pero hay que echarla a patadas. Es lo que
quisieran, espantarla a escobazos. Pero sigue allí. Jactándose
quizás de cada uno de los que se atreven a entrar en la habitación
antes de que vengan a llevárselo para pasar a la siguiente estación.
Pasado el tiempo necesario el escenario cambia y es entonces cuando
comienza el trasiego. Ella ha decidido irse a casa. Todos, los que
siempre estuvieron, los que nunca están y los que aparecen de vez en
cuando, están allí. Ella, en cambio está en casa, sola. Tratando
de dar largas a cada uno de los que son enviados a hacerle compañía.
No la quiere. No la necesita. No en ese momento. Cuando los días
pasen, probablemente, la pedirá a gritos. Probablemente también, no
aparezca nadie.
En casa, todo permanece en su sitio, como si nada hubiera pasado. El
ordenador sigue encendido desde hace dos días. Los platos siguen
teniendo los restos de la última comida. Permanecen juntos sin
sospechar que uno de ellos no volverá a llenarse. El vaso sigue
teniendo un poco de agua y las migas del último pan siguen en la
mesa.
El teléfono fijo, mudo desde hace años, suena una y otra vez. Ella
parece haber olvidado cómo funciona.
En el dormitorio, la cama sigue deshecha, como de costumbre, los
zapatos en el suelo y la ropa de varios días apilada en la silla. El
aire se ha corrompido de no haber sido respirado y páginas y páginas
parecen marchitarse en sus libros. Hay pañuelos todavía húmedos y
notas tomadas con una tinta que aún bombea.
A unos kilómetros de casa hace horas que comenzó el concierto de
pésames y palmaditas en la espalda. Las mismas horas que lleva
observando sin decir una sola palabra. La casa es ahora una
desconocida que le atrae y le inquieta al mismo tiempo. Quiere
fundirse con ella en un romance eterno y a la vez, desea expulsarla
herida por su infidelidad. Decide entonces darle una oportunidad.
Tumbada en la cama puede escuchar los reproches de los que consideran
ofensivo que no esté allí, recibiendo las condolencias de los que
no se duelen y de los que se duelen demasiado. Tumbada en la cama,
incapaz de cerrar los ojos, tan sólo puede observar un techo que
quiere echársele encima. Un techo que casi puede acariciar con las
yemas de sus dedos.
Hay quienes se han ido a beber para olvidar. Otros no dejan de ver
fotos y compartir momentos que pasaron juntos. Los más alejados
intentan rescatar algún recuerdo que les dé la certeza de que
verdaderamente sienten la pérdida. Su padre permanece sentado, con
la mirada fija en el suelo, viendo, sin fijarse, decenas de zapatos
pasar ante él. Su madre tan sólo escucha un rumor ininteligible que
le aturde. Su otra madre se pregunta cómo se sobrevive a un hijo
abrazada a otro por el que aún debe sobrevivir. Sus hermanos están
asustados, creen que cuando acabe todo y suban al coche, estará
allí, en el sillón del copiloto. Sus amigos empiezan a sentir que
se hacen mayores, que es verdad que la vida pasa. Los vecinos saben
que tienen un número más en la quiniela. Entre los compañeros de
trabajo, unos se reparten sus horas, otros se arrepienten de muchas
cosas (como también lo hacen la madre, el padre, los hermanos, los
vecinos, los amigos...) y otros saben que su equipo ha quedado en
desventaja.
Pero ella, que no es madre, ni padre, ni hermana, ni amiga, ni
vecina, ni compañera de trabajo pero sí mujer, permanece en la
cama, bajo un techo cada vez más bajo, con los ojos abiertos,
preparada desde hace siglos para llorar a solas casi una huida.
Amelia L. Ávila
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