INVISIBLE


Hace unas semanas planteé a mis alumnos un ejercicio en el que debían cuestionarse sobre cuándo se han sentido o se sienten invisibles. Muchas de sus palabras me interpelaron profundamente y me hicieron preguntarme a mí misma sobre mi propia invisibilidad.
Ciertamente, la invisibilidad es para mí una moneda de dos caras, uno de mis dones pero, al mismo tiempo, una de mis pobrezas. Si ser invisible me ha granjeado momentos muy personales y bellos, ha mermado, en ciertas ocasiones, mi autoestima. Y esto, curiosa y paradójicamente, me fortalecía al mismo tiempo, convirtiéndolo así en una ruleta que gira casi sin control.
La invisibilidad, ocultada casi secretamente, de aquella niña de quince años en nada se parece a la de la mujer que soy hoy en día. Aquella chiquilla, ansiosa, como casi todos los chiquillos, de un protagonismo mal entendido, se hacía invisible ante aquello que la hacía más vulnerable ante las miradas juzgadoras de sus iguales. Unos ojos de quince años dictaminan lo que es y no es normal. Así, aunque esa niña se hacía invisible por no hacer lo que otros hacían porque tocaba, se sentía única, especial, lo suficientemente fuerte como para defender aquello en lo que creía firmemente. Por ello, probablemente tardó más que otras de sus amigas en acariciar unos labios, negada en rotundo a convertir aquello en un juego de tantos. Mientras recordaba, al mismo tiempo, que jugando años atrás, habían sido dos narices, más que dos labios, los que se habían acariciado. Fue quizás ese intento furtivo e inocente de primer beso lo que le hizo valiente para no regalar el segundo.
A los quince años, esa chica se sentía, muy a menudo, invisible para su familia e incluso para algunas de sus mejores amigas. Al menos, una parte de sí permanecía sepultada en todo momento. Y, como en una tumba profanada, la oscuridad y el rumor de la vida que sigue cuando todo muere hacía resurgir aquello que estaba enterrado cuando se encontraba en soledad. Pero eso, como suele ocurrir, nadie lo veía. De ella veían a una niña alegre, segura de sí misma, con su propia personalidad y una gran sonrisa.
Con los años fue precisamente esa sonrisa la que fue ocultando, poco a poco, muchos detalles de su persona. Su sonrisa, enorme e imperecedera, le fue haciendo, poco a poco, invisible para un mundo que daba demasiado lugar a los dramas creados por aquellos que necesitan una excusa para atraer la atención de otros y sentirse, al menos por momentos o de manera artificial, especialmente cuidados o mimados. Ella nunca entendió así la vida, la suya propia y la de quienes le rodeaban. No sólo no lo entendía sino que, en demasiadas ocasiones, situaciones de ese tipo le generaban un profundo malestar. Ella, que pese a todo o por todo, se sentía feliz y satisfecha con la vida que le había tocado. Ella, que luchando su batalla desde detrás del telón, mantenía en pie el espectáculo en el que le tocaba participar.  Eso era ser invisible, estar y que no se notase. Pero que sin su presencia, de repente, surgiera un vacío.
Los quince años pasaron a ser veinte, veinticinco o treinta. Y ser invisible se convirtió, a veces, en esconderse, en miedos que sabía enumerar pero contra los que no siempre podía luchar. Ser invisible le hizo creer que no siempre estaba a la altura, que sus ideas valían menos o, más bien, que no las sabían valorar. Fue reforzando su ser pero debilitando su autoestima. Iba afianzando sus pilares, sus sueños, sus deseos pero, a la vez, iba guardándolos más en secreto. La parte más personal de aquella chiquilla que defendía lo que quería en una clase de treinta chavales más aunque todos estuviesen en su contra, comenzó a callarse. Porque el mundo quería engañarla, engatusarla, hacerle creer que es mejor no alzar la voz. Ese mundo cuadriculado, esquemático, que todo lo mide cuantitativamente quería robarle su esencia, quería disfrazarla en un mar de cuerpos que bailan al son de una misma música, ignorantes del abanico de melodías que esconde la caja de música lo mueve. Pero algo dentro de ella le hizo darse cuenta de que ser invisible no significa no ser. Un principito perdido y desorientado le susurró que precisamente lo más esencial es invisible. Entonces comprendió que ser invisible en este mundo raro y cambiante no era una debilidad. Que donde otros veían un menos ella podía poner un más.
Hoy sigo sintiéndome invisible y, aunque mentiría si digo que eso nunca es entendido como algo negativo, sí que estoy convencida de que es una de mis grandes fortalezas. Para mí, hoy, ser invisible no significa que no exista. Es más bien que vivimos en un mundo ciego, un mundo que prefiere mirar los fuegos artificiales que lanzan ante sí por la pantalla de un móvil en lugar de elevar la cabeza al cielo. Un mundo que se queda en la careta que cada uno tiene en la representación, en el personaje que interpreta pero que, pocas veces, es capaz de trascender y descubrir a la persona que hay detrás. Y a veces ocurre que, por la falta de costumbre, el encuentro con otro nos hace llorar. Ser invisible implica, para mí, ver más allá. Me da la posibilidad de mirar directamente a los ojos y no sentirme observada. De escuchar la canción que suena detrás de las palabras que salen por la boca.
He aprendido a acompasar mi corazón al ritmo de otro e incluso a bailar con los ojos cerrados y no pisarnos. Sólo quienes son invisibles pueden disfrutar de esas grandezas de la vida. Porque invisible es sinónimo de humildad, no de humillación. Es presencia y no ausencia. Ser invisible es ser tú incluso cuando otros no te ven.





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