TERRORISMO Y ALGO MÁS




Llevo días dando vueltas en mi cabeza a todo lo que ha ocurrido. De hecho, más que a lo que ocurrió en Barcelona, le doy vueltas a varios asuntos relacionados con ello. Como pasa a menudo, cuando algo nos toca de cerca, nos bombardean hasta casi insensibilizar nuestros oídos ante la realidad.

Estoy, como casi todos, triste. Pero si hay algo que me oprime el corazón desde el primer momento es el rostro de los terroristas. Todo lo ocurrido me parece horroroso pero desde el momento en el que empezaron a aparecer las caras de los que habían perpetrado tamaña crueldad, no pude sino sentir pena y preocupación. Me parecían todos ellos niños. Niños, como todos los niños, fáciles de engañar, vulnerables, ajenos a la otra cara del mundo en el que viven. Comencé a pensar en mis alumnos, en las guerras que cada uno de esos adolescentes libra, en la influencia que ejercemos sobre ellos y en cómo, dicha influencia, los inclina hacia un lado u otro. Imaginaba a estos jóvenes terroristas sentados en mis aulas. Unos más callados, otros llamando la atención. Con sus alegrías y sus tristezas. Con sus sueños y sus miedos. Con su no saber qué hacer de sus vidas, su no encontrar el sitio exacto para ellos, la palabra que los reconforte... Imagino a jóvenes vacíos necesitando sentirse colmados. Los imagino en el parque, como cualquier otro chaval de su edad. Discutiendo, riendo, jugando... Los imagino cambiando el mundo. Niños ansiosos de formar parte de ese mundo, de un mundo que no entienden, que los confunde... Quizás de ahí venga el problema, vivimos en un mundo cada vez más incomprensible. Se habla de amor mientras se odia a cualquiera que difiera de uno mismo. Se habla de respeto, de tolerancia pero se ridiculiza todo y a casi todos. Se habla de unidad al tiempo que firmamos pactos secretos que nos separan de los otros. Vemos imágenes paradisíacas mientras respiramos el humo que dejan las cenizas de aquellos que mueren cada día olvidados en mitad de la calle. Estamos hiperconectados y no sabemos nada de la persona que pasa a nuestro lado cada día. Si encendemos la televisión se suceden ante nuestros ojos, casi sin darnos cuenta, guerras, violaciones, asesinatos, atentados, muertes, violencia... Y seguimos comiendo mientras el mundo se desmorona ante nuestros ojos y nuestros platos.

Vivimos en un mundo confuso. Lo alimentamos. Hacemos creer a los niños en unos ideales que los adultos violan a cada segundo. Y después nos preguntamos cómo ocurren estas atrocidades, estas miserias...

Yo pienso en ellos, en qué pasa por dentro de un chico de esa edad para que su corazón se oscurezca de esa manera. Pienso en las palabras con que los engatusaron, en la realidad que les vendieron. En la mano a la que quisieron agarrarse, en la luz que creyeron que podrían encontrar. Pienso en todos esos que a su alrededor no pudieron notar nada, no los vieron cambiar.

No es que me ponga del lado de los asesinos, condeno el atentado, sus actos, sus intenciones, el miedo que han provocado (pese a que sea heroico gritar que no tenemos miedo). Pienso en las vidas rotas, en las pérdidas y se me caen las lágrimas de los ojos.
Pero he de reconocer que se me han caído también en varias ocasiones cuando he visto la foto de cada uno de los implicados. Sobre todo, las de los más jóvenes. No puedo dejar de pensar en qué estamos haciendo, cómo. Qué monstruo estamos creando para quienes vienen detrás nuestra. Nos lamentamos de lo ocurrido. Bajo a la playa para despejarme y no escucho sino gente gritando a los niños, niños llamando la atención de padres demasiado cansados para hacerles caso. Insultos, gritos, malas contestaciones... ¡Y están de vacaciones familiares! Esos niños, nuestros niños, puesto que son un poquito de todos, son quienes inclinarán la balanza para un lado u otro en función de lo que hayamos cargado en sus platos. Por ello, deberíamos preguntarnos de qué los estamos cargando. Porque ven, escuchan, van llenándose de aquello con lo que los alimentamos. Dentro de un tiempo quizás sea tarde.

Muchos de ellos habrán escuchado a sus padres insultos, palabras de odio, reproches hacia ciertas personas de nuestra sociedad estigmatizadas por culpa de unos cuantos. Muy pocos se habrán sentado con sus hijos y les habrán explicado que no es una cuestión de raza o religión. Muy pocos les habrán hecho entender que poco tiene que ver con la acogida o no de inmigrantes, con que la gente sea distinta a uno mismo. Probablemente, cuando vuelva al cole en unos días, escucharé en boca de unos chavales que apenas comienzan a entender el mundo, barbaridades salidas de las bocas de sus padres, palabras e ideas cargadas de odio, que separan, que etiquetan y machacan. Que perpetúan una diferencia , que incendian y agrandan brechas. Después, nos preguntaremos cómo pueden ocurrir las cosas.


Pues sí, lo reconozco. Enciendo la televisión, se me escapan las lágrimas y una sensación de preocupación me ahoga. Ojalá seamos capaces de trascender, de ir más allá, de no quedarnos con el odio que mancha de sangre, de mirar e invitar a mirar de otra manera. Si no, estaremos cayendo en la misma trampa una y otra vez.

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