EL PAÍS DE LAS SONRISAS (o cómo me enamoré de la India)



Muchas historias parecen escritas desde el principio de la humanidad para que cuando llegue el tiempo propicio tomen vida. No se trata de destino, sino de ser, de existencia. Así es nuestra historia.

Nos conocíamos de oídas. Había escuchado cosas sobre ella y visto infinidad de fotos. Casi siempre las mejores, esas que no da vergüenza enseñar y de las que uno se siente orgulloso. Me habían contado muchas anécdotas y yo había ido dibujando en mi mente una imagen. Una imagen que me atraía más allá de la curiosidad. Una imagen que me hacía desearla casi desesperadamente. Quería tocarla, acariciarla. Quería olerla, conocer a qué sabe o cómo se siente su roce en mi piel. Deseaba que me hiciera sudar y me permitiera perderme en ella, incluso cuando eso me diera algo de miedo.

Poco a poco fuimos fraguando una relación fundada en ilusiones y sueños. En ocasiones traté incluso de ignorarla pero mi corazón, ya habituado a los recuerdos que pintaba en mi cabeza, no era capaz de mirar para otro lado.

Dejé que el tiempo fuera pasando, que fuese él, ese sabio viejo, quien nos colocara a cada una en nuestro lugar. Él sabría si lo nuestro era real o un simple capricho exótico.
Pasaron meses, incluso años. En ese tiempo tuvimos nuestros más y nuestros menos. Había épocas en las que daba lo nuestro por perdido. La distancia, a veces, no es buena compañera. Y si a ella se le suman la comodidad, ciertos temores o las miles de distracciones que tratan de ahogarme cada día, nuestro encuentro parecía improbable. Pero había también días, temporadas, en las que no podía dejar de pensar en ella. En las que cerraba los ojos y me veía moviéndome al compás de su respiración, bailando su misma melodía.
El recuerdo constante y ese calambre que me quemaba dentro al pensar en ella me hicieron dar el paso. No podíamos pasarnos la vida mirándonos de reojo y sin atrevernos a encontrar nuestras miradas. Así, un día me dije que había llegado el momento. Sentí una excitación como nunca antes había sentido. Me abrasaba, me revolvía el estómago y me robaba casi el aliento.

Preparamos el encuentro con delicadeza y olvido al mismo tiempo. Pensando en él pero dejando que el azar nos juntara. Casi ayunando una de la otra para avivar el hambre, para purificarnos y vernos vírgenes, sin prejuicios y con la inseguridad de los primeros amantes.
La espera, en ocasiones, me desesperaba. Quería que llegase el momento. Y llegó.

El cansancio, la humedad del ambiente y los nervios se entremezclaban cuando llegué, imbuyéndome con un sopor que hacía que no distinguiese demasiado bien entre la vigilia y el sueño.
Estaba allí, de repente íbamos a tocarnos. No quería perderme ningún detalle. Deseaba guardarlo todo muy dentro, que mi cerebro fuese filmando la película de aquel momento mágico. Tuve la sensación de que el mundo entero dejaba de existir. Que todo el universo se concentraba en aquel lugar y retumbaba, como mil tambores ansiosos, dentro de mí. Y entonces tomé conciencia de que éramos dos desconocidas. Había ido albergando ilusiones, había imaginado mil veces aquel momento. Pero entonces, me asusté. No con el miedo que paraliza o te roba el aliento. No con el que te hace temblar o confunde a tu conciencia. Pero sí sentí temor. El temor de pensar que quizás no nos gustásemos como creía. El temor de lo que no conoces y no puedes controlar. El temor de lo que te sorprende y te saca de tu zona de seguridad. Era la hora de lanzarse a la piscina. El momento de arriesgar y  dejarse de excusas.

Entonces me di cuenta de que verdaderamente sentía algo. Quise abandonarme, fundirme con cada sonido, con cada olor. Sus gritos zumbaban en mis oídos y, sin embargo, no podía dejar de escuchar. Sus colores entraban por mis ojos como un rayo fulminante pero no podía cerrarlos. Sus olores, entre el perfume y la podredumbre, se acostaban y daban a luz fragancias únicas. Nada me dejaba indiferente. Nada pasaba de largo.

No siempre nos entendíamos pero por lo general nos bastaba una mirada. Comprendí que yendo con el corazón abierto tan sólo me quedaba enamorarme perdidamente. Y así lo hice. Supe que era dueña de mi corazón cuando observé sus miserias y aún así sentí que la quería. Cuando vi su lado más feo y más oscuro y tuve deseos de abrazarla aún más fuerte. Cuando llegó a repugnarme y, sin embargo, me acercaba más y más para sentir cada poro de su piel etérea. Cuando el niño ahogado que vive en sus entrañas me miraba y me sonreía. Cada mirada era una sonrisa. Y cada sonrisa un empujón a mi alma. Por eso decidí llamarla así, el país de las sonrisas, porque si de algo es rica la India, es de sonrisas. Sonrisas hermosas. Sonrisas que pueden con todo. Sonrisas que pregonan que todo es posible, que nada hay imposible y que nada es seguro. Sonrisas sinceras, despreocupadas. Enamorarme de ella fue enamorarme de cada una de esas sonrisas. De esas que suelta casi de imprevisto. De esas que te descolocan. Sonrisas que parecen detenidas en la eternidad, infinitas, que te acogen como si desde siempre formaras parte de su familia.

Traté, como otras veces, de hacerme la dura, y el intento no duró más de unos segundos. El niño que late en ella, que camina por su cuerpo y juega en sus adentros fue quien de verdad consiguió traspasarme. Fue ese ser infantil que la habita quien despertó en mí a mi propia niña, esa de sentimientos puros, no edulcorados, la que no tiene reparos para ser lo que es y sentir lo que siente. La que no esconde.

Pasamos horas paseando juntas. Recorrí palmo a palmo parte de su cuerpo. Lo observaba con ojos abiertos, atónita. A veces como ante un televisor, como una extraña que espía la vida de otros. Casi evitando su mirada por no sentirme una intrusa. Hasta que comencé a mirarla de frente, sin esquivar la mirada. Tratando de aguantarla hasta que la perdía de vista. En ese instante su mirada, como lo hiciera su sonrisa, me conquistó. Y entonces no pude dejar de mirarla a los ojos. Me sentí a gusto. Cada mirada era una bienvenida. Y cada bienvenida nos acercaba un poco más. Tanto que pudimos sentir el aliento una de la otra. Su respiración fue la mía y quise que aquello no acabara jamás.

Ahora hemos tenido que separarnos. Pero he aprendido que pese a la distancia podemos seguir amándonos. De hecho, ya no puedo dejar de hacerlo. Ahora somos una. Ahora hay un vínculo entre nosotras que ha eliminado toda desconfianza. Ahora sé que puedo volver a ella una y otra vez. Que ella está para mí como yo para ella. Ya no puedo ignorarla más. Necesito demostrarle que la respeto, que la valoro, que veo en ella grandeza donde otros ven pena. Que la considero valiente, luchadora, auténtica. Ahora se han borrado los prejuicios, la he visto con mis propios ojos. Sus caricias siguen calientes en mi piel. Sus silencios y sus gritos son una misma música dentro de mí. Sus paisajes, sus heridas, sus anhelos, sus sueños rotos y aquellos por nacer palpitan con fuerza como un todo. Sus aguas fluyen por mis venas como sangre que me recorre y alimenta.

Es cierto, me enamoré. Sería absurdo esconderlo. Así que prefiero gritarlo a los cuatro vientos. Me enamoré del país de las sonrisas, me enamoré de la India.












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