NOCHES QUE COMIENZAN AL MEDIODÍA

A veces la vida se encierra en un bocadillo de pimiento o tomate. La paz la da la seguridad de saber si habrá o no un trozo de pan al alba, camino a casa, en ese viaje solitario en el que uno deja, por unos momentos, de ser él mismo.

Esta noche no es más que otra noche. Así se suceden una tras otra desde que cumpliera los treinta. Todas excepto aquellas en las que vuelve a las de hacía años, cuando se prolongaban eternamente. Esas en las que el alcohol se filtraba en su sangre y pintaba el interior de sus venas casi recién nacidas con un tinte etílico. Entonces se pensaba el rey del mundo y se disputaba demasiadas cosas con sus colegas, ávidos por coronar la madrugada siendo los vencedores. Esta noche, sin embargo, comienza al medio día. Como casi todas desde hace tiempo. Está su amiga y las amigas de su amiga. Poco donde elegir. Demasiado comprometido para jugársela. Risas. Comentarios sin demasiada trascendencia. Conversaciones cruzadas. Cervezas. Miradas. Cómplices unas, furtivas otras. Historias aburridas con las que llenar espacios vacíos. Chistes, anécdotas y algún descubrimiento en quien no se espera. A las juergas que se pega ahora no las hubiera llamado así antes. Lo sabe. En cambio es feliz con esos momentos. Con esos retazos de existencia que lo alejan del mundo cotidiano. Es feliz por la sensación de satisfacción que da con la edad el poder ser uno mismo, sin necesidad de gustar o provocar ciertas sensaciones. Sensaciones que, por otro lado, anhela a veces en silencio, para sí, como un secreto del que se avergonzara.

El día avanza como lo haría la noche. De bar en bar. De copa en copa. Entre ensaladilla, gambas o montaditos. Eso es la vida adulta. Una calle. Un vaso en la mano. Unas cuantas conversaciones y un montón de sueños callados en la cabeza. Muchos los disimulan. Él prefiere guardárselos. Algunos no están ya preparados para el arrojo que da tener proyectos en mente. Piensa que a la mayoría no le interesarán o lo tomarán por loco. Sonríe a los comentarios de los otros y trata de sentirse integrado. En ocasiones siente que uno de esos comentarios se cuela en su interior para encender una llama, algo que avive la monotonía interna que acarrean las cosas de mayores. Otras veces, las voces estridentes de sus compañeras le taladran los oídos y ponen en peligro sus intentos de complacencia educada.

No pasa nada sino las horas. Las dos se convierten en las tres. Las tres en las cinco y las cinco en las diez. El olor de las duchas recientes y los perfumes recién probados va tornándose en rescoldos de cigarrillos, sudor y bebidas prohibidas a menores. Sus risas son cada vez más desinhibidas y poco le preocupa ya controlar su lengua.

Estos planes de fin de semana le gustan e inquietan a partes iguales. Le agrada sentir que aún tiene un cuerpo que aguanta. Que no se ha convertido en uno de esos jóvenes demasiado viejos para salir de casa o tener vida propia. Siente lástima por esos amigos que sienten lástima de él. Por esos que hace no tanto eran capaces de dedicarse horas a sí mismos, para jugar, para leer, para tocar, para estar con sus amigos o ver la tele. Esos que ahora responden a la mayoría de sus mensajes con un "Con los niños no puedo", "Es que a ella no le apetece el plan" y otras tantas excusas cobardes. Ellos se preocupan por ese amigo demasiado liberal, demasiado alternativo, demasiado de demasiadas cosas. Él, en cambio, siente que es el único que no se ha conformado. Ellos tratan de hacerle ver que la vida es mejor con alguien a tu lado. Que es bonito compartir, crecer juntos, crear algo en común y alimentarlo. Él también sabe que la vida está hecha para compartirla. Pero no a cualquier precio, no con cualquiera y, por supuesto, no de cualquier manera. Por eso le agrada estar un sábado en la calle, con otra gente, sin preocupaciones, sin hablar del trabajo, de hipotecas o de problemas financieros. Le gusta el hecho de estar y nada más. Le hace sentir vivo, libre, sin una soga tirada por alguien a quien no puede ver y que le asfixia con su aliento carroñero.

Pero hay algo de estos días que también le inquieta. Pasados los treinta, casi más cerca ya de los cuarenta, las salidas de este tipo tienen muchos matices. Hay muchos deseos callados que se ahogan entre la espuma de las cervezas y el bermellón dibujado en las copas de vino. Él quiere estar. Pasar las horas. Charlar. Sentir que la vida es eso también. Vivir, como lo hacían los hombres antes de inventar las mil convenciones absurdas que nos hicieron perder la libertad y el verdadero sentido de las cosas. Se siente a gusto con ellas. También con él. Sin tener que competir por nada. Aliados. Prácticamente desconocidos. Pero se encuentra indefenso ante las continuas embestidas de aquellas que se agarran al primer efluvio de testosterona que emana a su alrededor. Esa es la parte inquietante de estas salidas. El clavo ardiendo. La desesperación en ojos de quien desespera. Un ojo puesto sobre él en todo momento. Por suerte, hoy hay más gente. Más espacio para respirar. Un poco más de espacio vital. Aunque a veces se sienta acorralado. Para soltar amarras, en ocasiones, lo mejor es cambiar de escenario. Por eso propone pasar de las copas a las tapas de nuevo.

Varias mesas unidas en un bar y un grupo de personas son, a menudo, una buena barricada. Un par de movimientos estratégicos y estás a salvo de cualquier maniobra. La estrategia consiste en aislar al adversario. En dejar que caiga en su propia trampa y quede encerrado. A esa distancia los champiñones le saben mejor y el pollo no lo puede comer sin salsa. Entonces se relaja de nuevo. Disfruta de los platos y las conversaciones. Una cena supone una tregua. Un prepararse para lo que sigue.

Y sigue un concierto. Cuando dejó de hacer botellón en la calle descubrió salas llenas de gente que antes le parecía demasiado mayor. Puretas los llamaba. Puretas que a veces incluso le avergonzaban. Ahora esa cueva se convierte casi en un refugio. Puede beber, puede hablar, puede bailar, puede cantar. Puede casi dominar la noche entre aquellas paredes. Y puede, con solo una mirada de un par de segundos en una barra, seducir y dejarse conquistar. No recuerda en qué momento exacto aquello se volvió tan fácil. No son chicas de su edad. Al menos la mayoría no lo son. No van a pedirle explicaciones. No van a juzgarlo. Es lo que tienen para él las mujeres cuando se convierten en señoras. Y esas señoras suponen un respiro. La mayoría las pasa por alto pero él sabe que ellas dan a un hombre de su edad lo que otros buscan en mujeres, en chicas, que ni siquiera pueden imaginarse de qué va en realidad el mundo. Y hablar de ello en voz alta lo hace quizás más real. Escuchar sus propias palabras haciendo eco entre canciones que sonaban cuando no tenía edad para salir de noche, le hace creer más firmemente en ellas. No sabe si serán malinterpretadas. No quiere parecer soberbio. Más bien todo lo contrario. Sabe que no es el más atractivo o el más guapo. Sabe que quizás otros tengan más éxito. Sabe que sus dotes tal vez no sean las mejores. Pero tiene la certeza de que ellas le harán sentir como si no hubiera hombre más deseado. Ellas son las más agradecidas y las que menos preguntas hacen. Por eso, al tiempo que habla de ello con quien no está seguro de que esté entendiendo sus intenciones, se reafirma en que la noche no puede acabar con unas cuantas canciones y varios intentos de esquivar los acercamientos de aquellas a las que intenta evitar.

La noche, la de verdad, avanza, consume sus horas, se va dejando desnudar para mostrar sus misterios. Él se despista. Se confunde entre un mar de hormonas que empiezan a morir. Observa sin dejar que su mirada se cruce directamente con la de ninguna de aquellas señoras. Quiere elegir bien. Todas están dispuestas. Casi todas podrían ser candidatas pero no todas perfectas. Camina hacia el aseo. No tiene ganas de ir pero debe hacer un reconocimiento. Debe fijarse en todas y cada una. Sabe que sus pasos son examinados al detalle. Desde lejos por la que sí lo conoce pero que no tiene posibilidad alguna en esa danza. De cerca por quienes tratan de dar un primer paso. No está del todo seguro. No sabe si se ha confiado demasiado. Entonces decide pararse un momento. Y allí está ella. Va a ser ella. No hace nada. Simplemente deja reposar su mirada para que se cruce con sus ojos vivos rodeados de grietas. Cada una de esas grietas busca satisfacerlo.

Dejar al resto atrás no ha sido difícil. Tampoco el camino hacia el apartamento. Quizás se sintió algo más incómodo cuando llegó el momento de pasar de las risas a los suspiros. Y de estos a los jadeos. No sabría calcular del todo bien su edad. Tampoco tiene interés en hacerlo. Pero su piel caída en algunos rincones es compensada con los besos certeros que le da. Sus pechos no son prietos pero están bien colocados y puede explorarlos casi sin permiso. Sus manos no son tan suaves como las de las chicas que lo acariciaron por primera vez pero saben cómo recorrerle y dónde hacer las paradas. Se deja desnudar, con más prisa de la que le hubiera gustado. Pero para cuando no queda ropa en el cuerpo, está casi igual de excitado que cuando convierte ese instante en un ritual. No llegan a la cama. Se quedan en el salón. Sus medias están en el suelo. Junto a los zapatos de él. En aquel lugar se funden el olor a ambientador de rosas y el del sudor y la humedad de cuerpos entregados. Ella lo empuja para que se tumbe. Le excita sentirse dueña de aquel polvo. Sabe que es solo eso pero necesita ser ella quien mande. Y a él le relaja poder dejarse llevar. Olvidarse de las expectativas. Que una mujer que no se juega nada recorra palmo a palmo su cuerpo. Que note su calor y no se frene. Que esté dispuesta a llegar a donde haga falta. Él quiere hacer, quiere corresponder y por pobres que sean sus intentos ella los agradece como si fueran su última oportunidad. Con ella disfruta de los preámbulos. No tiene prisa por que entre en ella. No sabe cuándo volverá a sentir a un hombre dentro de sí, por eso prefiere alargarlo, cual tantra que conduce a placeres casi prohibidos. Él empieza a notar que su respiración se acelera. La atrae con fuerza hacia su cuerpo. La besa en el cuello, tras las orejas y ella se contrae, queda como paralizada por unos segundos. Él puede notar que ella está preparada. Cree que ha llegado el momento. No sabe si reconocerlo pero necesita ardientemente entrar en esa mujer. Entonces ella lo separa con la brusquedad de los amantes en celo. Él permanece tumbado, mirándola, tratando de hipnotizarla para que llegue a donde no se atreve a pedirle. Ella entorna un poco los ojos y se acerca. Él se siente demasiado excitado cuando ella comienza a pasear sus labios por su desnudez. Nadie ha probado su sexo de aquella manera. Una mezcla de candor inocente y sabiduría de burdel. Es cierto, no es la mujer en la que pensarán sus amigos cuando les hable de esa noche pero no le importa. La juventud está sobrevalorada. No puede aguantar más y la toma. Se cambian las tornas y ella se deja hacer. Es una mujer satisfecha. Eso alimenta su orgullo de hombre. El instinto animal que lleva dentro. Juntos sudan. Se revuelven. Sus pieles se erizan al compás y la melodía que suena en sus cabezas les impide parar.

Cuando abre los ojos y trata de recomponerse ella ya ha empezado el día. Entonces sí siente que debe salir de allí. No hay tiempo para duchas, resacas ni camelos mañaneros. De hecho, casi puede decirse que la mañana ha pasado.

Es entonces cuando esas noches que comienzan al mediodía culminan por todo lo alto. Cuando la vida se encierra en cosas pequeñas. Cosas como decidir si el bocadillo que te va a preparar una señora a la que apenas conoces pero con la que te has acostado llevará tomates o pimientos. Es entonces cuando un trozo de pan, camino a casa, convierte un viaje solitario en un encuentro con uno mismo.

Comentarios

Entradas populares