LAS NOTICIAS Y LA HISTORIA
Hace años, las noticias
me resultaban aburridas.
No eran sino un trámite,
un trato para poder ver los dibujos.
Tú te callabas
y después,
se callaban ellos,
los adultos,
aunque en realidad,
en su turno,
ellos casi nunca lo hacían.
Con el tiempo,
cuando comencé a distinguir
lo que la voz de fondo
decía mientras yo comía,
algunas cosas me asustaron.
Pero lo hacían
como lo hace
una película de miedo,
un juego de ficción,
una historia inventada.
Era un miedo que
quedaba ahí,
en el televisor.
Ahora las noticias
me hacen llorar,
me desconciertan,
me ponen nerviosa,
me frustran,
me desencantan,
me preocupan,
me violentan.
No solo por lo que
dicen,
no solo por lo que
muestran,
es, sobre todo,
por lo que callan,
por lo que esconden,
por lo que queda
detrás de la cámara,
por la letra que no sale
en el telepronter
del presentador.
Viendo las noticias
entendía y desentendía
el mundo.
Me hice consciente
de la historia,
una rueda que gira y gira
sin importarle
lo que uno haga
o deje de hacer.
Hay episodios de esa historia
cuyos protagonistas
estaban en mi mente
sin saber yo
quiénes eran o
qué habían hecho.
Durante mucho tiempo
oí hablar,
por ejemplo,
de hutus y tutsis.
Lo único que sabía
es que eran negros
y que, probablemente,
tuvieran algo que ver
con los negros para los que
recogíamos dinero y alimentos
en el colegio.
Del mismo modo supe
que Yugoslavia
tenía nombre de guerra.
Para cuando tuve edad
de localizarla en el mapa,
ya no existía.
Lo mismo pasó con la URSS.
De repente,
llega un día
en el que la historia
pasa de ser eso que lees
en los libros o
te cuentan tus abuelos,
a convertirse en algo
de lo que tú formas parte.
Es ahí donde está la frontera
entre los telediarios aburridos
y los crueles.
Ésa es la página en la que tú
comienzas a aparecer
en los libros.
Para mí,
la historia son imágenes.
Los telediarios, la prensa
y últimamente, internet,
me brindaron esas imágenes.
Quizás,
dentro de muchos años
esté aún menos claro
o hayan conseguido disfrazar
quiénes fueron
los ganadores o perdedores,
quién hizo o deshizo,
por qué ocurrió lo que ocurrió...
pero las inmortales imágenes
seguirán ahí,
respirando,
tomando aliento,
y haciendo aún más daño
dentro de cada uno.
Recuerdo el telediario
que me mostró la primera imagen
de mis clichés de historia:
un atentado
en algún mercado
de algún país del este.
Por entonces,
aún se avisaba de que
las imágenes
podían herir la sensibilidad.
Los niños desaparecíamos
del salón
(¿será que ahora
los hemos vuelto
insensibles?).
Aquel día salí del salón,
sí,
pero no pude evitar
asomarme desde el pasillo.
Recuerdo que vi
un edificio devastado,
escombros
y una pierna.
Entonces comenzó
para mí la historia.
Con el tiempo vendrían
el joven inglés
que entró
en una clase de párvulos
con una pistola.
Recuerdo la fotografía
del grupo,
y las caras de los muertos
señaladas.
Todos sonreían.
Uno de los pequeños,
contaban,
se había escondido
bajo los cuerpos inertes
de dos de sus compañeros.
Llegó la guerra de Kosovo.
Aquélla, lejos (o no tanto)
de la de Yugoslavia,
sí la entendí.
Y digo entendí
sin entender
por qué seguía
habiendo guerras.
Recuerdo a ETA
matando cerca de casa.
Recuerdo la sangre
en la calle
y la conciencia de
no ser nada.
Recuerdo a dos militares
armados
dando vueltas
alrededor de la manzana.
Recuerdo los avisos de bomba,
el día que nos desalojaron
y a Miguel Ángel Blanco.
Recuerdo a Ortega Lara,
escuálido, esquelético,
volviendo a ver el sol.
Recuerdo los nombres
de los protagonistas
de muchas páginas
de sucesos,
casi siempre mujeres,
niñas...
Sí,
me daba miedo,
la historia me rodeaba,
me acorralaba,
iba estrechando el cerco.
Recuerdo el camping
de las Nieves
y a los atificieros
inspeccionando un coche
junto al instituto.
Vinieron,
sin tener yo muy claro el orden,
Chechenia,
los gaseados en un teatro
(o tal vez fue un cine),
algún terremoto
y los niños africanos
rodeados de moscas.
Esos ya no salen en la tele,
en cambio,
las moscas son cada vez más.
Vinieron manifestaciones
que me parecían no servir
para nada,
Sierra Leona,
el Congo,
el Prestige
y el asesinato de Versace.
Pero hasta entonces,
la historia
(la que yo veía)
se sufría con pistolas
y algún que otro explosivo,
las armas apuntaban
a “uno o dos” por partida.
Fue entonces cuando las noticias
comenzaron a hacerme llorar.
Ya no aparecen
los nombres de las víctimas,
solo vemos
muros llenos de flores,
muros llenos de fotografías,
muros llenos de velas,
muros llenos de listados...
listas de almas cuyos cuerpos
no se encuentran.
El hombre,
con el nuevo siglo,
se hizo más cruel.
Quizás sea ése
el efecto que tanto
temieron algunos.
Vinieron,
con el XXI,
los aviones a estrellarse.
Las noticias volvieron a ser
como una película,
dura,
real,
con los mejores efectos especiales,
pero
dura,
REAL.
Vimos la versión extendida
del 11-S,
en directo,
sin cortes,
con su fuego,
con sus llantos,
con sus escombros,
con su sangre,
con su incertidumbre,
sin tomas falsas.
Vimos temblar al pentágono
y a Manhattan
cubierta de polvo.
Unos vieron desplmarse
dos torres,
otros a miles de desplomados
con ellas.
Conocimos Afganistán,
Irak,
y vimos tanques entre
luces verdes
en la noche.
Vino el 11-M
y la historia
definitivamente
había cambiado.
Los aviones daban miedo.
Los trenes daban miedo.
Los árabes daban miedo.
Las mochilas daban miedo.
Las capitales daban miedo.
Los metros daban miedo.
...Daba miedo...
...Da miedo...
Han caído estatuas,
ha muerto gente en la horca,
en la horca,
la horca...
Con el siglo XXI
ha llorado El Salvador,
ha llorado Nueva Orleans,
ha llorado Chile,
ha llorado Haití,
llora Japón...
y casi nadie se acuerda
de ellos
cuando acaban las noticias.
Los políticos siguen
con sus juegos corruptos,
los ciudadanos de a pie
irán al fútbol para olvidar
y algún día,
contaré
que yo vi todo esto
por televisión y,
tal vez,
quienes escuchen,
no sepan que la historia
no tiene por qué ser así.
Será una lástima
que crean
que la historia se escribe
con letras rojas,
con manos manchadas
de sangre.
Amelia L. Ávila
me resultaban aburridas.
No eran sino un trámite,
un trato para poder ver los dibujos.
Tú te callabas
y después,
se callaban ellos,
los adultos,
aunque en realidad,
en su turno,
ellos casi nunca lo hacían.
Con el tiempo,
cuando comencé a distinguir
lo que la voz de fondo
decía mientras yo comía,
algunas cosas me asustaron.
Pero lo hacían
como lo hace
una película de miedo,
un juego de ficción,
una historia inventada.
Era un miedo que
quedaba ahí,
en el televisor.
Ahora las noticias
me hacen llorar,
me desconciertan,
me ponen nerviosa,
me frustran,
me desencantan,
me preocupan,
me violentan.
No solo por lo que
dicen,
no solo por lo que
muestran,
es, sobre todo,
por lo que callan,
por lo que esconden,
por lo que queda
detrás de la cámara,
por la letra que no sale
en el telepronter
del presentador.
Viendo las noticias
entendía y desentendía
el mundo.
Me hice consciente
de la historia,
una rueda que gira y gira
sin importarle
lo que uno haga
o deje de hacer.
Hay episodios de esa historia
cuyos protagonistas
estaban en mi mente
sin saber yo
quiénes eran o
qué habían hecho.
Durante mucho tiempo
oí hablar,
por ejemplo,
de hutus y tutsis.
Lo único que sabía
es que eran negros
y que, probablemente,
tuvieran algo que ver
con los negros para los que
recogíamos dinero y alimentos
en el colegio.
Del mismo modo supe
que Yugoslavia
tenía nombre de guerra.
Para cuando tuve edad
de localizarla en el mapa,
ya no existía.
Lo mismo pasó con la URSS.
De repente,
llega un día
en el que la historia
pasa de ser eso que lees
en los libros o
te cuentan tus abuelos,
a convertirse en algo
de lo que tú formas parte.
Es ahí donde está la frontera
entre los telediarios aburridos
y los crueles.
Ésa es la página en la que tú
comienzas a aparecer
en los libros.
Para mí,
la historia son imágenes.
Los telediarios, la prensa
y últimamente, internet,
me brindaron esas imágenes.
Quizás,
dentro de muchos años
esté aún menos claro
o hayan conseguido disfrazar
quiénes fueron
los ganadores o perdedores,
quién hizo o deshizo,
por qué ocurrió lo que ocurrió...
pero las inmortales imágenes
seguirán ahí,
respirando,
tomando aliento,
y haciendo aún más daño
dentro de cada uno.
Recuerdo el telediario
que me mostró la primera imagen
de mis clichés de historia:
un atentado
en algún mercado
de algún país del este.
Por entonces,
aún se avisaba de que
las imágenes
podían herir la sensibilidad.
Los niños desaparecíamos
del salón
(¿será que ahora
los hemos vuelto
insensibles?).
Aquel día salí del salón,
sí,
pero no pude evitar
asomarme desde el pasillo.
Recuerdo que vi
un edificio devastado,
escombros
y una pierna.
Entonces comenzó
para mí la historia.
Con el tiempo vendrían
el joven inglés
que entró
en una clase de párvulos
con una pistola.
Recuerdo la fotografía
del grupo,
y las caras de los muertos
señaladas.
Todos sonreían.
Uno de los pequeños,
contaban,
se había escondido
bajo los cuerpos inertes
de dos de sus compañeros.
Llegó la guerra de Kosovo.
Aquélla, lejos (o no tanto)
de la de Yugoslavia,
sí la entendí.
Y digo entendí
sin entender
por qué seguía
habiendo guerras.
Recuerdo a ETA
matando cerca de casa.
Recuerdo la sangre
en la calle
y la conciencia de
no ser nada.
Recuerdo a dos militares
armados
dando vueltas
alrededor de la manzana.
Recuerdo los avisos de bomba,
el día que nos desalojaron
y a Miguel Ángel Blanco.
Recuerdo a Ortega Lara,
escuálido, esquelético,
volviendo a ver el sol.
Recuerdo los nombres
de los protagonistas
de muchas páginas
de sucesos,
casi siempre mujeres,
niñas...
Sí,
me daba miedo,
la historia me rodeaba,
me acorralaba,
iba estrechando el cerco.
Recuerdo el camping
de las Nieves
y a los atificieros
inspeccionando un coche
junto al instituto.
Vinieron,
sin tener yo muy claro el orden,
Chechenia,
los gaseados en un teatro
(o tal vez fue un cine),
algún terremoto
y los niños africanos
rodeados de moscas.
Esos ya no salen en la tele,
en cambio,
las moscas son cada vez más.
Vinieron manifestaciones
que me parecían no servir
para nada,
Sierra Leona,
el Congo,
el Prestige
y el asesinato de Versace.
Pero hasta entonces,
la historia
(la que yo veía)
se sufría con pistolas
y algún que otro explosivo,
las armas apuntaban
a “uno o dos” por partida.
Fue entonces cuando las noticias
comenzaron a hacerme llorar.
Ya no aparecen
los nombres de las víctimas,
solo vemos
muros llenos de flores,
muros llenos de fotografías,
muros llenos de velas,
muros llenos de listados...
listas de almas cuyos cuerpos
no se encuentran.
El hombre,
con el nuevo siglo,
se hizo más cruel.
Quizás sea ése
el efecto que tanto
temieron algunos.
Vinieron,
con el XXI,
los aviones a estrellarse.
Las noticias volvieron a ser
como una película,
dura,
real,
con los mejores efectos especiales,
pero
dura,
REAL.
Vimos la versión extendida
del 11-S,
en directo,
sin cortes,
con su fuego,
con sus llantos,
con sus escombros,
con su sangre,
con su incertidumbre,
sin tomas falsas.
Vimos temblar al pentágono
y a Manhattan
cubierta de polvo.
Unos vieron desplmarse
dos torres,
otros a miles de desplomados
con ellas.
Conocimos Afganistán,
Irak,
y vimos tanques entre
luces verdes
en la noche.
Vino el 11-M
y la historia
definitivamente
había cambiado.
Los aviones daban miedo.
Los trenes daban miedo.
Los árabes daban miedo.
Las mochilas daban miedo.
Las capitales daban miedo.
Los metros daban miedo.
...Daba miedo...
...Da miedo...
Han caído estatuas,
ha muerto gente en la horca,
en la horca,
la horca...
Con el siglo XXI
ha llorado El Salvador,
ha llorado Nueva Orleans,
ha llorado Chile,
ha llorado Haití,
llora Japón...
y casi nadie se acuerda
de ellos
cuando acaban las noticias.
Los políticos siguen
con sus juegos corruptos,
los ciudadanos de a pie
irán al fútbol para olvidar
y algún día,
contaré
que yo vi todo esto
por televisión y,
tal vez,
quienes escuchen,
no sepan que la historia
no tiene por qué ser así.
Será una lástima
que crean
que la historia se escribe
con letras rojas,
con manos manchadas
de sangre.
Amelia L. Ávila
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